La semana que pasó mi escritorio estuvo lleno de libros y apuntes que hablaban sobre un tema realmente apasionante para mi: "La Motivación". ¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿Cuál es nuestro motivo en la vida? Todo lo que leía de diversos psicólogos (Huertas, Vigotsky, Bruner, entre otros) me daban los fundamentos necesarios para escribir el post de hoy.
¿Por qué me apasioné de tal manera con la idea de este blog? Huertas señala que todo el comportamiento de las personas está ligado a los demás. No somos seres aislados y uno de los motivos para definir nuestras metas en la vida es el de la AFILIACIÓN. La vida en grupo favorece nuestra IDENTIDAD PERSONAL, el intercambio de valores y creencias. El TREN, en este caso, marca MI IDENTIDAD.
En el ambiente ferroviario podía vislumbrar el esfuerzo de mi abuelo con su dedicación al trabajo y su amor al ferrocarril. En él puedo ver los cuarenta años que mi padre dedicó a los trenes con la misma pasión y amor que mi abuelo con su ejemplo le dio a él y mi viejo con su ejemplo de vida nos diera a mi hermano y a mi.
Enseguida comencé a bucear en las profundidades de mis recuerdos y me vino a la mente un cuento del querido escritor argentino,
Osvaldo Soriano (en enero se cumplen once años que nos dejó); un cuento que forma parte de su libro
"Cuentos de los años felices". Se llama TRENES y pertenece a la primera parte, dedicada a su padre. En él relata las vivencias de sus viajes en tren y que creo que al leerlo, todos nos identificaremos con algún párrafo. ¡Cuántas cosas, cuántos recuerdos! Si cierro los ojos puedo volver a sentir el olor de las cuerinas de los asientos de los vagones, el olorcito a campo que entraba por la ventanilla a medida que íbamos dejando la zona urbana.
Mis queridos lectores, espero que disfruten este cuento tanto como lo he hecho yo...
Trenes
Siempre me vuelven a la memoria aquellos viajes en tren que cambiaron mi vida. Eran viajes largos y rumorosos, con sándwiches de milanesa y limonadas caseras. Ahí vamos, mi madre y yo vestidos de Domingo en el vagón de segunda. Mamá lleva un pañuelo azul al cuello y la mirada puesta en la ventanilla sucia. Yo voy de pantalón corto y es posible que lleve un pulóver marrón con los codos zurcidos. No sé a qué le temo ni en qué piensa mi madre.
Cae la tarde y el sol se esconde en el horizonte. Mi padre ha partido meses antes a ocupar su cargo en una oficina de Río Cuarto. Muchos años después, al escribir estas líneas, releo una carta que le mandé a los nueve años: "Querido papá: a mami ya le sacaron la benda y yo me estoy haciendo una onda, la goma me la trajo del regimiento el señor Limina. Ya tenernos camionero, es Jamelo, mandá plata. Como estás por allá? Asfaltan calles? acá no, Fernandino viene siempre entre las 10 o 10 y media. Voy al cine cuando quiero y me levanto a las 10. Esperamos ir con vos, termina la casa. Besos chau". Y al margen, como posdata: "El gatito está atado".
Algunos errores de sintaxis, la be de benda y los acentos que faltan. Una caligrafía rumbosa que mi padre conservó hasta el final entre sus papeles. El chico de la carta es el que viaja con su madre en un tren que culebrea y se detiene de tanto en tanto a reponer agua y carbón. Una locomotora negra, con humo negro, igual que esa a pilas con la que ahora juega mi hijo. Perón la ha pagado como si fuera nueva y lleva el escudo nacional. Me pregunto: ¿por qué está atado el gatito? ¿Qué venda le han sacado a mi madre? ¿Quién es Jamelo? ¿Por qué me preocupa tanto el asfalto de las calles?
Mi madre ya no se acuerda del gatito. Con más de ochenta años se le confunden los trenes. Había tomado el primero en Pamplona, cuando era chica, y siguió aquí, en esta tierra inmensa, detrás de mi padre. Al Norte, al Sur, a la sierra, al mar, mamá subió a todos los trenes. Me dice, escondida en una montaña de recuerdos difusos, que Jamelo era el de la mudanza y se lleva la mano a la frente donde todavía tiene la marca de aquella herida. Un barquinazo con el jeep de Obras Sanitarias, de eso me acuerdo bien. Mi padre siempre agarraba los pozos más grandes y en aquel de San Luis mi madre dejó la lozanía de su cara española. Sangraba y no podía entender qué le había pasado. Mi viejo la cubrió con un pañuelo y manejó kilómetros y kilómetros maldiciendo todos los pozos que Dios ponía en su camino. En un hospital le colocaron esa venda que ya le han sacado en mi carta.
Manejaba mal, mi viejo, pero él nunca lo admitió. Una vez me atreví a decírselo en una curva, camino de Rauch. Frenó el coche en un pastizal y me dijo que bajara a pelear. Era así. Se enfrascaba en sus pensamientos y olvidaba la ruta. Entonces mi madre se sentía feliz de subir al tren justicialista. No le importaba que pasáramos días y días en aquellas butacas de madera durmiendo sobre una frazada. A la noche, cuando el tren se paraba en cualquier parte y los señaleros caminaban junto a la vía sin dar explicaciones, abría un paquete hecho con una caja de zapatos y todos los pasajeros se daban vuelta para sentir el aroma de nuestro pollo relleno. Tenía que durar hasta el final del viaje y lo administraba con un rigor de campesina. Mientras comíamos me contaba escenas de Lo que el viento se llevó y de postre las películas del Gordo y el Flaco. Entonces reía y los hacía correr perseguidos por un fantasma o subir un piano inútil a un segundo piso equivocado. El tren arrancaba a los tirones y después se paraba en una estación de mala muerte. Recuerdo que en ese viaje, o en otro, subieron a un boxeador noqueado y con los guantes todavía puestos, que mientras dormía narraba su propia derrota. Mi madre le mojó los labios con un pañuelo. El entrenador llevaba sombrero, tiradores y una boquilla, pero se le habían acabado los cigarrillos. Cada vez que mamá se inclinaba a auxiliar a su amigo el tipo se sacaba el sombrero y rogaba a Dios que se despertara para la próxima pelea.
Una vez que hicimos noche en un hotel de Bahía Blanca tardé en dormirme y entreví la desnudez de mi madre bajo la ducha. Al día siguiente, en el expreso a Neuquén, le pregunté qué era esa cosa negra que tenía ahí. Me miró y durante un rato movió los labios sin hablar. Por fin dijo: "Un hormiguero", y ésa es la única cosa textual que recuerdo de nuestra charla. Yo tenía cuatro o cinco años y ella todavía no llevaba la huella en la frente. Una vez le escuché decir que querían adoptar un hermanito para mí. La odié y odié a mi padre hasta que me preguntó si quería un hermano de regalo y yo me puse a llorar. Pero eso fue mucho más tarde, entre el rápido a Río Cuarto y el expreso a Cipolletti.
Ahora creo que vamos rumbo a San Luis y en un lugar penumbroso suben dos mellizos vestidos de azul, con una valija inmensa. Al rato uno abre la valija y de adentro sale un enano. No necesitan boleto. Los tres son, le informan al guarda, electores de Perón. Los que el pueblo votó para que votaran por Perón. En casa, el General era mala palabra pero ahí, de noche y a los cimbronazos, estallan aplausos y el enano levanta los brazos subido a un asiento. Alguien, atrás, empieza a vociferar "aquí están/éstos son/los muchachos de Perón". Uno de los mellizos se sienta al lado de mi madre y enseguida le saca un piropeo de versos floridos. Ella se levanta en silencio, indignada, con la cicatriz que le cruza la frente, y me arrastra al pasillo. "Éste es mi hijo", le dice al guarda mientras me pone la mano sobre un hombro, "y en este tren, como manda el General, los únicos privilegiados son los niños". Me parece mentira que lo diga ella, pero el de uniforme se pone duro como un mástil y el enano deja de gritar. Después todo pasa muy rápido. En la siguiente estación sube la policía y se lleva a los electores a empujones. Un gordo engominado se acerca a mi madre y se disculpa en nombre del ferrocarril: los privilegios de los niños alcanzan a las madres, dice y suda a mares mientras su mano grasienta me acaricia la cabeza. Parece asustado y nos ofrece pasar al vagón de primera.
Esa fue la única vez que viajamos en asientos mullidos. Mi madre se recuesta y cierra los ojos. Ahora veo: el gatito está atado a una silla, enredado en un ovillo de lana. Dormía en mi cama como ahora otro duerme junto a mi hijo. A veces yo era el Corsario Negro y él el Corsario Rojo que iba a morir en el cadalso. Era negro y blanco con un morro fino y una paciencia infinita. Una noche no volvió, la siguiente tampoco y a la tercera empezamos a llorarlo. Nos había acompañado en otros trenes, aterrado por el encierro y el ruido. Venía del asfalto de Mar del Plata y tal vez sufría los calientes desiertos puntanos. ¿Sueña con eso mamá cuando duerme esa noche en el tren? ¿Sueña con su aldea de Navarra? ¿Con la voz de Magaldi? ¿Con los bailes en Barracas cuando era joven y trabajaba en la fábrica de medias? En la larga espera de una estación desconocida, esta vez rumbo a Tandil, habla de ella: años atrás un tal Fermín Estrella Gutiérrez le ha escrito versos de amor, dice. Era elegante y gentil aquel poeta de sonoro apellido. Qué más, me pregunto ahora: ¿qué otros sueños? ¿Más praderas y distancias? Tal vez la pensión de la calle Brasil, a una cuadra de donde vivía el Peludo Yrigoyen. La estación Constitución donde desembarcamos por primera vez, yo intimidado por la inmensa avenida y ella feliz con su sombrero de paja bajo el sol.
Trenes de madera, de fierro, de juguete. Resaca inglesa y vivezas criollas. Van peones deportados, viajantes medrosos, boxeadores noqueados, antiguos electores de Yrigoyen y Perón. Ahí va Gardel que todavía no es Gardel. Viene Eva, que todavía no es Evita. Sube su moto un chico que todavía no es el Che. Todos duermen, igual que mi madre. Van a la deriva del destino. A cara o cruz. Aunque nunca hablemos de los sueños, es en ellos donde alguna vez somos enteramente felices. Mientras ruge la locomotora y crujen las maderas de aquel vagón justicialista.